sábado, 22 de noviembre de 2014

El Reino de los Elementos I

La sangre manaba de sus descalzos pies mientras corría frenéticamente por la habitación. No notaba el dolor de los minúsculos cristales que se clavaban en a planta de sus pies, no sentía el miedo de ser apresada y ejecutada por quienes la perseguían, no sentía nada aparte de la adrenalina corriendo por sus venas, nada aparte de la habitación moviéndose a toda velocidad, en un macabro vals donde todo era borroso y, sin embargo realmente nítido, puro. Tan puro como solo el más innato instinto de supervivencia puede formar los objetos, las vivencias. El estruendo en el piso inferior no la descorazonaba, los gritos de dolor, sufrimiento, miedo y muerte no la atemorizaban, no la causaban lástima ni pena. Sabía que aquellos con los que había convivido largos años estaban siendo masacrados por su culpa. No importaba... nada importaba, solo salir de allí escapar, y vengarse en un futuro.

Perseguida durante dos años por ser diferente, por ser especial, por poseer un don innato que la permitía realizar cosas que algunos temían. Desafortunadamente, aquellos que temían ese poder tendían a ser gente peligrosa. La temían por lo que pudiera hacerles, lo que pudiera hacer que sus imperios se derrumbasen, que sus dictatoriales y esclavistas vidas murieran. La temían, y por eso la daban caza.

Lezra siguió corriendo. El edificio se venía abajo, y ella solo era consciente de que no podía acabar atrapada bajo sus vigas. Paro un instante, solo un instante para volver la vista atrás. La puerta se abrió, destrozada su cerradura, volando sus goznes a los cuatro vientos. Una orden con una alta y grave voz, pasos corriendo, hombres armados en su dirección y, de nuevo, comenzó a correr. Veía como mil imágenes pasaban velozmente a su lado. Una puerta, una mesa decorada con multitud de flores y jarrones, las preciosas cortinas de las que se colgaba cuando era cría, los cuadros familiares...
No obstante, no todo pasaba por su lado en dirección opuesta, no todo quedaba atrás mientras corría. Una luz, un estruendo, un agujero en la pared de enfrente... una bala. Virotes cerca de ella, volando alrededor de su silueta, tratando de cercar su imagen, hasta que uno solo de esos proyectiles impactase en su diana. Frente a ella, un pasillo largo y estrecho. No tuvo que pensar, su cerebro se iluminó sin siquiera discernirlo. Ese pasillo simbolizaba un blanco fácil, una muerte segura.

A su espalda, la muerte, frente a ella, una carrera imposible de ganar, a su derecha una pared infranqueable y a su izquierda... una ventana. No dudó, no tembló, no sintió miedo... solo saltó.

Mil cristales se clavaron en su fina piel, pero nada dolía. El estruendo de un millón de espejos fragmentándose atravesó sus oídos, tapando incluso el silbido de los virotes, o el estruendo de los arcabuces escupiendo fuego y plomo. El suelo se acercaba hacia ella vertiginosamente, acudiendo violentamente a su encuentro... y se encontraron. El sonido de su brazo rompiéndose, el latigazo del dolor atravesando su espina dorsal, mil agujas atravesando su brazo. Este fue un dolor que si notó. Gritó y lloró, pero no se concedió ni un respiro, continuó corriendo. Las puertas de palacio estaban cerca, si las atravesaba, sería libre para vengarse, para vengar la muerte de su familia, la destrucción de su pueblo, para vengar las miles de terribles imágenes de sangre y fuego que aun seguían impresas en su retina. Pero primero tenía que franquear esas puertas.

Siguió corriendo hacia as puertas. Estaban abiertas, de par en par, como saludándola, invitándola a ser libre. Lezra quería esa libertad, así que apremió a sus músculos.

Dos hombres cortaron el paso en las puertas, ambos dos con sus alabardas enarboladas, dispuestos a matarla sin vacilar, pero ella también estaba armada.

No la hizo falta frenar o disminuir su paso. Extendiendo ambas manos, la luz se concentró. De nuevo ese cosquilleo en sus venas que le indicaba que la magia se estaba produciendo, ese éxtasis en su cerebro al liberar fuerzas que escapaban incluso al control de la naturaleza. Una luminosa esfera de fuego en su mano derecha, una fría luz azul desprendida por una esfera de hielo en la izquierda. Lanzo ambas dos, como si de inofensivas pelotas se tratara, primero la izquierda, poco después la derecha.

La esfera de hielo impactó primero cerca de los soldados. Enormes cristales de hielo surgieron, atravesando hierro, carne y hueso. Las facciones de los soldados desencajadas de miedo y dolor, sabedores de su inminente muerte. Después llegó el fuego. Este derritió el hielo, y con el, fundió hierro, carne y hueso.

Lezra siguió corriendo. Separó ambas manos con un brusco movimiento, como si ordenarse a los elementos de la naturaleza que se postrasen a sus pies, y la obedeciesen, y así fue. El fuego se abrió, dejando de nuevo libre el camino a la libertad. Paró un segundo en el umbral de muerte que ella misma había creado, se dio la vuelta y observó.

El fuego devoraba su palacio. A sus oídos llegaban los gritos de pavor y auxilio, el sonido del acero silbando, cortando el frío aire invernal, el estruendo de los disparos vomitados por los rifles, lentos pero eficaces. Observó la devastación que las tropas del reino de Nox habían causado, arrasando Lyda, su patria. Cerró sus ojos mientras una lágrima cruzaba su semblante, sus rasgos endurecidos. Esta pequeña gota se abrió paso por sus mejillas, pero quedó congelada antes de llegar a su meta.

Lezra dio media vuelta y se alejó corriendo.

miércoles, 12 de febrero de 2014

¿A QUÉ SABE LA REALIDAD?

El ser humano comete el error de no querer vivir, sino más bien de querer planear la vida. Es un hecho que cualquier estrategia no sobrevive al primer contacto con el enemigo. Los buenos generales son los que tras fallar esa estrategia, son capaces de amoldarse al cambio, a la nueva situación, y salir lo más airosos posible.

En el fondo, se podría decir hasta que es relativamente sencillo. Se trata solo de dejarse llevar, dejarse llevar por lo bueno, en lugar de obsesionarnos con la posibilidad de lo malo. El ser humano se dedica a racionalizar el mundo, a buscar una explicación para todo. Buscamos siempre el lado negativo de todo, las posibles malas consecuencias de un acto bueno. Nos cohartamos y negamos lo bueno, a fin de evitar lo malo. Por evitar la posibilidad (tal vez hasta remota) de sufrir, evitamos también disfrutar.

No queremos ver que, dentro de lo malo, también hay cosas buenas, aunque simplemente sea la esperanza de cambio, que en sí misma también es capaz de otorgar felicidad. El miedo a aquello que consideramos malo nos atenaza, e impide continuamente que demos lo mejor de nosotros mismos. Evitamos la espontaneidad en pos de una perfecta planificación, lo que hace que a su vez seamos esquivos a la excelencia. Protocolizamos nuestras vidas y, aunque veamos algo positivo que pudiera mejorar nuestras vidas, si escapa de dichos protocolos, nos mostramos huidizos, frente al miedo de que ese "algo" positivo se vuelva contra nosotros. Negociamos con la vida, sacrificando la felicidad con el fin de evadir la desdicha, todo para alcanzar el mal menor, la neutralidad absoluta o, en el mejor de los casos, un leve saldo positivo. Acabamos sacrificando la posibilidad de la excelencia para obtener una certeza (que no una verdad absoluta) de que obtendremos una mediocridad.

Por fin llega el momento en que vemos que, en muchas ocasiones, lo único que había que hacer era fluir, dejarse llevar por la corriente, olvidar lo que podría haber sido y centrarnos en experimentar lo que será, saborear la incógnita con esperanza y flotar en la realidad, y no en un mundo onírico. Desgraciadamente, cuando llega ese momento, es tarde, demasiado tarde, unos están solos, otros enterrados, y otros mordisquean suavemente los pequeños frutos que han obtenido de su negociación con el destino, reservándolos y sin apenas saborearlos, temerosos de que se esfumen en el aire a causa de su escasez y liviandad.

Realmente, el verdadero objetivo, es dejarse llevar. Vivir lo bueno y lo malo, experimentar el sabor dulce de la felicidad, del mismo modo que permitimos que una mueca cruce nuestro semblante al percibir lo amargo de la tristeza. Al fin y al cabo son los frutos que ofrece la vida, y son frutos que debemos paladear, pues el objetivo es vivir, y no planificar la vida.

Vivimos sin vivir realmente, en un mundo de sueños que se esfuman, planes que desaparecen y castillos de naipes que vuelan con el viento. Dejémonos llevar, y que suceda lo que el destino nos depare. Si hay algo de lo que no podremos arrepentirnos jamás, es de haber vivido.