miércoles, 12 de febrero de 2014

¿A QUÉ SABE LA REALIDAD?

El ser humano comete el error de no querer vivir, sino más bien de querer planear la vida. Es un hecho que cualquier estrategia no sobrevive al primer contacto con el enemigo. Los buenos generales son los que tras fallar esa estrategia, son capaces de amoldarse al cambio, a la nueva situación, y salir lo más airosos posible.

En el fondo, se podría decir hasta que es relativamente sencillo. Se trata solo de dejarse llevar, dejarse llevar por lo bueno, en lugar de obsesionarnos con la posibilidad de lo malo. El ser humano se dedica a racionalizar el mundo, a buscar una explicación para todo. Buscamos siempre el lado negativo de todo, las posibles malas consecuencias de un acto bueno. Nos cohartamos y negamos lo bueno, a fin de evitar lo malo. Por evitar la posibilidad (tal vez hasta remota) de sufrir, evitamos también disfrutar.

No queremos ver que, dentro de lo malo, también hay cosas buenas, aunque simplemente sea la esperanza de cambio, que en sí misma también es capaz de otorgar felicidad. El miedo a aquello que consideramos malo nos atenaza, e impide continuamente que demos lo mejor de nosotros mismos. Evitamos la espontaneidad en pos de una perfecta planificación, lo que hace que a su vez seamos esquivos a la excelencia. Protocolizamos nuestras vidas y, aunque veamos algo positivo que pudiera mejorar nuestras vidas, si escapa de dichos protocolos, nos mostramos huidizos, frente al miedo de que ese "algo" positivo se vuelva contra nosotros. Negociamos con la vida, sacrificando la felicidad con el fin de evadir la desdicha, todo para alcanzar el mal menor, la neutralidad absoluta o, en el mejor de los casos, un leve saldo positivo. Acabamos sacrificando la posibilidad de la excelencia para obtener una certeza (que no una verdad absoluta) de que obtendremos una mediocridad.

Por fin llega el momento en que vemos que, en muchas ocasiones, lo único que había que hacer era fluir, dejarse llevar por la corriente, olvidar lo que podría haber sido y centrarnos en experimentar lo que será, saborear la incógnita con esperanza y flotar en la realidad, y no en un mundo onírico. Desgraciadamente, cuando llega ese momento, es tarde, demasiado tarde, unos están solos, otros enterrados, y otros mordisquean suavemente los pequeños frutos que han obtenido de su negociación con el destino, reservándolos y sin apenas saborearlos, temerosos de que se esfumen en el aire a causa de su escasez y liviandad.

Realmente, el verdadero objetivo, es dejarse llevar. Vivir lo bueno y lo malo, experimentar el sabor dulce de la felicidad, del mismo modo que permitimos que una mueca cruce nuestro semblante al percibir lo amargo de la tristeza. Al fin y al cabo son los frutos que ofrece la vida, y son frutos que debemos paladear, pues el objetivo es vivir, y no planificar la vida.

Vivimos sin vivir realmente, en un mundo de sueños que se esfuman, planes que desaparecen y castillos de naipes que vuelan con el viento. Dejémonos llevar, y que suceda lo que el destino nos depare. Si hay algo de lo que no podremos arrepentirnos jamás, es de haber vivido.

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