jueves, 3 de noviembre de 2011

DOBLE FULGOR

La ansiedad presionaba cada pequeño fragmento de mi cuerpo, agonizante y a la vez pletórico y lleno de vitalidad por volver a verla. Entré en casa, tiré el maletín junto a la entrada, la luz de la luna y la ciudad se entremezclaban, fundiéndose en un único haz, destellando y filtrándose por los recovecos hasta incidir en la forrada cubierta azabache del pequeño maletín, dotándole de un curioso efecto plateado, magnífico y a su vez caótico y deformado. Corrí hacia el salón. El ventanal seguía emitiendo ese resplandor extraño por toda la habitación. Podía verse toda la ciudad desde aquella habitación, tantas vidas, y ninguna con aquella preciosa posesión. Aquel ente que provocaba que mi cuerpo se estremeciese de placer, que se agitase virulentamente. Busqué mi preciada posesión, mis ojos desesperados por encontrarla.

Allí estaba, reposaba en el sofá. ¡Cuánto la había echado de menos! Estaba parecía haber estado esperándome todo aquel tiempo. Dios, ¡cuánto la había echado de menos! Recogí la joya, una pequeña esfera dorada con un enorme cristal en su interior. ¡Cuántas veces me habían reconfortado sus destellos azules!, provocaban en mi una sensación de absoluto placer y confort, me proporcionaba todos y cada uno de los sentimientos y emociones que necesitaba, cada sensación de exquisito placer, rozando lo obsceno y a su vez lo divino e inmaculado. Mi dependencia de aquella joya era innegable, maníaca y desesperada. La necesitaba de continuo, cada segundo sin ella era agonía que solo paliaba al dedicarle mis más oscuros y enterrados pensamientos.

Pero esa noche había algo raro. Me percaté pronto, no sin cierto grado de asombro de que el cristal había cambiado. Sus destellos azules de pureza se habían tornado en deformes rayos verdes, no carentes de belleza, pero sí de la anterior esencia... algo había cambiado en la joya, en mi joya. Acuciado por la necesidad obvié tan destacado detalle, la apreté contra mi pecho, la acaricié y admiré con anhelo, con deseo, con codicia y con demencia. Esperaba sentir de nuevo todas esas emociones, todos esos placeres, ansiaba saciar todos mis anhelos. Sin embargo, no obtuve sino dolor, agonía en mi interior, mi cuerpo y mi mente ardían en una espiral de fuego, laceraba mi espalda, retorcía mi cordura, quebraba cada hilo que me unía a la realidad. Solté la gema y esta cayó al suelo. Pude notar su odio, su desaprobación, su desagrado hacia mi persona. Era tangible, podía tocar todos esos sentimientos, palparlos, acariciarlos y retorcerme en ellos. Mis ansias pudieron a la cautela, y recogí de nuevo mi anhelada joya. De nuevo azotó cada fibra de mi cerebro, cada resquicio de cordura, me destrozaba por dentro, pero seguía aferrándola con todas mis fuerzas, deseando que su tono azul volviese y sanase las heridas, que me hiciese gozar más que ninguna otra droga que hubiese tomado, pero de hecho incrementó la intensidad del dolor provocado.

En mi mente se formó la idea de arrojarla por el ventanal, pero una insana idea brotaba de mi subconsciente, de mi oscuridad. La idea de aferrarla y guardarla para mí. Era solo mía, nadie debía poseerla, solo yo, nadie más... no... solo yo. Arrojé la piedra por la inmensa ventana, haciéndola añicos. Cayó al vacío de la ciudad, el estruendo del cristal resonó en el eco del nocturno cielo, pero yo solo podía oír como mi amada posesión se alejaba. La perdí de vista, un vacío en mi interior, y a su vez una sensación de alivio por haberme librado de semejante agonía.

Nunca supe el porque de ese cambio, pero todavía recuerdo ese brillo azulado, titilante y a su vez cegador. Todavía me despierto entre sudores, adorándolo, anhelándolo, necesitándolo tan profundamente. Después de tantos años, aún su recuerdo rememora la sensación de placer, como cuando consigues la heroína que tan preciadamente buscas, cuando la aguja penetra la frágil vena e inyecta ese gramo de muerte que tu cuerpo tanto necesitaba.

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